La oniromancia, desde los albores de nuestra civilización, ha sido ese ritual místico revestido de “don” o “maldición” por excelencia en las historias épicas. Lo común en dichas historias, es que un individuo vislumbra su futuro o el de otros, atrayendo para sí una galería variopinta de situaciones, donde lo divino se inmiscuye y comunica a través de sueños encriptados.
Muchas son las historias que poseen este siempre impactante componente y que, como seres susceptibles al mundo onírico, nos puede mover cada fibra gracias a las múltiples ocasiones en que se nos ha avisado, por así decirlo, de ciertas eventualidades que nos sucederán tarde que temprano en nuestro plano físico.
Sin embargo, son muy pocas las historias de esta temática que lleguen a ser tan conocidas y relevantes como la desventura de José en la Biblia. En un ágil resumen, para aquellos alejados de temas religiosos, o que desconocen esta interesante historia, cuenta la vida de un joven bendecido por Dios con aquel don de soñar e interpretar ese futuro relevante.
Por diversas circunstancias guiadas por el pecado de la envidia, José es cruelmente golpeado y vendido por sus propios hermanos a un traficante de personas, que lo llevó a Egipto para venderlo. Allí sufrió de muchos vejámenes propios de la vida del esclavo, aunque logró mejorar su situación al ser bueno en sus quehaceres y, por supuesto, usando su don.
Realizando un pequeño paréntesis, si hasta este punto le ha llamado mucho la atención y quiere conocer más, recomiendo que vea la película José, los sueños del faraón, filme de 1995 protagonizada por Paul Mercurio (en el papel de José), pero que resalta más por la actuación de Ben Kingsley como Potifar (Jefe de La Guardia del Faraón y quien compra a José en Egipto).
Volviendo al tema, el punto clímax del relato, y también punto de quiebre en la vida de José, es cuando llega al salón del Faraón Sesostris II para interpretarle una pesadilla que lo atormentaba todas las noches. En ella, Sesostris II veía a siete vacas gordas y saludables junto a la orilla del rio; al cabo de un tiempo, salían tras ellas otras siete vacas, famélicas y enfermas que, en un acto horroroso, canibalizaban a las vacas gordas. José no tuvo duda alguna en la interpretación y aseguró que Egipto tendría siete años de mucha abundancia –que es el significado de las vacas gordas–, y después vendrían siete años de hambruna donde toda abundancia se olvidaría. Por último, sentenció que la mejor recomendación posible ante tal escenario, y que es el eje central de esta columna, era ahorrar una quinta parte de todo el grano cosechado en el periodo de abundancia para usarlo en los siete años de hambruna.
Un concepto tan simple, tan elemental y que, por diversas circunstancias que señalaré más adelante, se nos ha ido olvidando como sociedad durante los últimos años. Ahorrar, en esencia, y como nos enseña la historia de José, consiste en ofrecer una parte del consumo presente para poder usarlo en el futuro. Y sí, aunque la definición parezca una obviedad, el meollo está en que, para cumplirlo, se requiere de un grado de voluntad y responsabilidad cada vez más escaso hoy día.
Ahorrar es más que guardar el excedente de dinero cuando se gasta menos que los ingresos. Es luchar día a día con frases populares y aparentemente lógicas, pero financieramente destructivas como “para eso trabajo”, “yo me lo merezco” o, irónicamente, el “Dios proveerá”. Todas orbitando en la desidia de asumir la responsabilidad sobre nuestras finanzas y ceder ante una sobredosis de incentivos, públicos y privados, para caer en el consumismo.
No es menester de esta columna entrar en las diferencias entre capitalismo, consumismo y las destructivas políticas monetarias expansivas. No obstante, si usted considera seriamente en ahorrar, es necesario comprender que no son gratis las tasas bajas de los créditos, ni los subsidios monetarios directos o indirectos que da el Gobierno. Ambas, giran en torno al objetivo de mantener el flujo de compra en la sociedad, aunque esté por encima de sus posibilidades.
Como si todo lo anterior fuese poco, también es necesario acudir a instrumentos de ahorro efectivos que le ayuden a evitar caer en tentaciones y, además, brinden protección contra un monstruo que devora al ahorro: la inflación. Una bestia salida de control que destruye toda nuestra capacidad de compra; un mal presente con orígenes estatales, al que la única factible solución yace en los instrumentos de capitalización o, en palabras castizas, los CDT’s –solo por nombrar uno–.
Sin embargo, ahorrar es un concepto vital. Un buen hábito que nos puede, literalmente, salvar la vida cuando las vacas flacas nos toquen la puerta y se coman toda nuestra prosperidad. Es el primer paso para crear una futuro estable y listo para explotar al máximo esas oportunidades únicas que se nos presentan en materia de inversión.